28 septiembre 2015

MdT: Un Acto de Venganza (I)

UN ACTO DE VENGANZA



  Por Mari Nieves Gálvez y Falco X

(Océano Atlántico, 300 millas al Suroeste de las Islas Azores. 
Febrero de 1589)

   El veterano funcionario Gil Pérez lo sabía. Tarde o temprano, tenía que suceder. Después de tantos años cruzando el océano por las rutas de los galeones cargados de oro de las Indias, había llegado el día más temido de su vida.

    -¿Estáis seguro, capitán Ordóñez? -preguntó con resignación.

  -Eso me temo, excelencia -contestó el interpelado-. Un velero inglés de gran tonelaje y varios cañones por banda. ¡Corsarios, sin duda!

  -El inglés es al oro como la polilla.

  -Pero ¡nosotros no llevamos oro! -intervino el contramaestre, extrañado-. Sólo pasajeros y documentos…

  -…importantes, sí -le atajó Gil Pérez con serenidad. Había sido soldado; la vejez había menguado sus fuerzas, pero no su temple-. Podemos valer un buen rescate. Y conociendo la red de espionaje y traición de esa gente, tened por seguro que lo saben. En fin, tendremos que emplearnos a fondo.

  -Haced que los galeotes redoblen su esfuerzo a los remos -ordenó el capitán a su segundo-. Y vos, contramaestre, dad la orden de desplegar todo el velamen. 

  -¿Con este vendaval? ¡Podríamos desarbolar nuestra propia nave! Sólo a media vela aguantaríamos…

  -A media vela nos alcanzarán en una hora; y entonces sí que nos desarbolarán, pero a cañonazos -fue la seca respuesta del capitán: ¿cómo osaba aquel oficial contradecir sus órdenes?-. Nuestras galeras son superiores sólo cuando hay calma chicha, porque tenemos remos y ellos no. Pero hoy, con este viento, poco podemos hacer contra la velocidad de ese velero inglés. Hemos de jugarnos el todo por el todo. Lo contrario sería poco menos que entregar el barco. ¡Moveos!
   
  Maese Gil Pérez asintió ante la temeraria decisión y aguardó hasta que el capitán Ordóñez y sus oficiales se marcharon a ejecutarla. Después se dirigió a alguien que, a pesar de su juventud, ya era su hombre de confianza:

  -No podemos competir en velocidad. Sólo ganar algo de tiempo.

  -Lucharemos, señor -le animó el joven-. Por cada baja nuestra sufrirán ellos diez; os doy mi palabra.

  -Habláis con bravura -Gil Pérez miró con paternal condescendencia al joven oficial-. Pero os necesito para otra misión más urgente. Y vital para la Corona.

  -¿Qué debo hacer, señor? -el militar se cuadró y esperó órdenes: todo en él desprendía un aura de eficacia y honradez. 

  -Sé lo que buscan -maese Gil escribió rápidamente una misiva, la dobló y la selló con lacre, para sorpresa de su subordinado: ¿a quién podía pretender enviarla en mitad de la nada, en alta mar?

  -¿Quieren robarnos documentos confidenciales? ¿Secuestraros a vos? 

  -Algo más importante que todo eso -Gil Pérez abrió la puerta del camarote, comprobó que en el exterior no hubiese nadie lo bastante próximo para escucharle y volvió a cerrar, bajando la voz-: un secreto vital para la Corona española. Escuchadme bien, pues juré no revelar esto a nadie; pero no tengo elección.

  -Seré digno de vuestra confianza, señor.

  -No lo dudo. He de permanecer aquí montando guardia, pues soy el único que sabe cómo proteger el secreto -su hombre de confianza intentó protestar, pero el anciano le detuvo con un gesto-. Respetarán mi vida, ya que saben que sin mí no tienen nada; si están aquí, es porque lo saben. Y vos habréis de partir de inmediato, pues vuestra fuerza y valor os hacen mucho más apto para liderar la ayuda, que no mis pobres huesos viejos...

  -¿Partir? -la mirada del oficial pasó de su interlocutor al ojo de buey, a través del cual sólo se podía divisar la desolada inmensidad del océano-. ¿A dónde? Es imposible…

  -Ése es el mayor secreto de España, buen amigo -sonrió misteriosamente el funcionario, escribiendo en el exterior del legajo un nombre que mostró al militar-. Escuchadme bien: veréis maravillas que os parecerán obra del diablo, pero son de Dios y de nuestro Rey. A nadie habréis de hablar allí, sea quien sea; excepto a este hombre y a la mujer que le sirve. Y una vez estéis en su presencia, esto es lo que habréis de hacer…
   
* * * * * * * * * *

(Madrid, 1570)

  “Padre, sé cuándo llegará mi muerte. Lo he descubierto en los archivos del Ministerio”.

  El veterano miró al muchacho con gravedad. La preocupación brillaba en sus ojos.

    “¿Cómo decís?”

  “Como oís...“ El joven bajó un momento la vista, avergonzado. “No sé si hice lo que no debía al consultarlos. Pero ahora sé cuándo me llamará Dios a su lado”.

  "Ningún hombre debería tener tal conocimiento”, fue la respuesta del viejo soldado; había pesar en sus palabras. “Lamento que llevéis esa carga... mas debéis afrontarlo con valor y entereza, hijo mío”. 

  Ardía en deseos de preguntar algo más, pero dudó. Quizá sería mejor no saberlo…

  "Mi final será en el año 1603” le informó el joven, como si hubiera adivinado su muda pregunta. El padre intentó interrumpirle, pero ya era tarde. “Seré destinado a Flandes...” 

    "¡Basta, hijo!”
   
  Alonso de Entrerríos despertó sobresaltado. El corazón le latía como si estuviera en medio de un combate. Otra vez el mismo sueño. Desde hacía tres noches. Comenzaba a preocuparse.

  -Pero mi hijo no sabe nada del Ministerio -recordó con alivio-. Y difícilmente llegará a saberlo: quiere unirse al Tercio. Vamos, Alonso… ya estás viejo para hacer caso a estas tonterías. Sólo es un maldito sueño.
  
* * * * * * * * * *
   
(Oficinas del Ministerio, 2015)

  -Para haber sido padre un solo día en tu vida, quizá te preocupas demasiado -se burló Julián, subiendo la escalera helicoidal-. Ya es mayorcito y sabe defenderse.

  -Dejadme en paz, ¿queréis? -gruñó Alonso, aunque en el fondo agradecía la preocupación de su compañero. El uniforme de rayadillo le molestaba tanto como el recuerdo del pegajoso calor de Cuba; ardía en deseos de cambiarse.

  -Déjalo ya, Julián -susurró Amelia, mirando inquieta a su alrededor: por fortuna, aún estaban lejos de cualquier otro funcionario-. Alonso tiene razón: lo último que nos conviene es mover ese asunto. Especialmente, en este lugar.

  -La culpa es suya, por sacar el tema -se encogió de hombros el enfermero, acelerando el paso-. Volviendo a la misión: Carlos Climent Garcés se niega a trabajar para el Ministerio. Dice que está muy a gusto en la guerra de Cuba y ahí se va a quedar.

  -Pero ¿le explicaste lo que dijo Salvador? -Amelia se detuvo en el último rellano, alarmada-. Es capaz de borrarlo de la Historia. Su inscripción en el ejército, reconocimientos, honores, derecho a pensión… quién sabe, cualquier documento o propiedad a su nombre… ¡lo puede perder todo!

  -Sí, pero ni por ésas -Julián abrió los brazos en un gesto de impotencia-. Dice que sus compañeros son como una familia, sobre todo Eloy Gonzalo, y no los piensa dejar tirados. De ahí no se mueve. Y yo no lo voy a enrolar en el Ministerio a la fuerza: ya sé lo que es eso. Ni de coña.

  -Qué gran injusticia -rugió Alonso por lo bajo; comprendía mejor que nadie cómo una patrulla podía convertirse casi en una familia-. Después del heroísmo que ha mostrado, recogiendo heridos bajo el fuego enemigo, con riesgo de su vida…

  -Al menos no le han amenazado con encerrarlo en un manicomio -resopló Julián lúgubremente, reiniciando la marcha-. Pero sí: es una cabronada.
   
  El problema fue explicárselo a Salvador y Ernesto. Todavía estaban debatiendo el espinoso asunto cuando sonaron dos golpecitos en la puerta del despacho.
  Angustias entró con extraña brusquedad. Sin esperar a que el subsecretario la invitara a pasar, como siempre. Pero además parecía alarmada.

  -Angustias, por favor -protestó Salvador-. ¡Estoy reunido!

  -Siento interrumpir, pero hay un joven que desea hablar con usted. Dice que es muy urgente.

  -Por favor, un poco de paciencia, que parece usted nueva -su superior parecía realmente molesto-. No creo que vaya de cinco minutos…

  -Él dice que sí. Una de nuestras puertas ha caído en manos del enemigo.

  Salvador y Ernesto cruzaron una mirada de alarma. Por fin comenzaban a tomarla en serio.

  -Está bien -resopló el subsecretario-. Hágalo pasar. 

  -¿Cómo se llama ese joven? -inquirió Ernesto, con su habitual aire de sospecha.

  La mirada de Angustias pasó de Amelia a Julián, y de éste a Alonso. Parecía dudar. Salvador carraspeó, incómodo: comenzaba a impacientarse.

  -Dice llamarse… ahí está lo extraño -Angustias tragó saliva, miró a la patrulla con aire de disculpa y reunió valor para continuar-: Alonso de Entrerríos.
   
  Alonso, Amelia y Julián se miraron espantados, sin saber cómo reaccionar. Ese silencio fue lo que los salvó; al fin y al cabo, Ernesto y Salvador también habían enmudecido, abriendo unos ojos como platos. Antes de que ninguno de los presentes pudiera intervenir, el hijo de Entrerríos entró en el despacho. Miró con extrañeza a los dos hombres de la patrulla de Amelia, pero sólo hizo una pregunta: 

  -¿El subsecretario Salvador Martí?

  -Soy yo -el gesto adusto de Salvador hizo temblar a la patrulla-. ¿Qué significa todo esto?

  -Me envía maese Gil Pérez, señor. Su nave está en peligro.

  -¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted? -le espetó tranquilamente el subsecretario-. Ni siquiera sabemos quién es realmente. ¿Conoce a estos hombres?

  El hijo de Alonso miró por un momento a su padre y a Julián. A éstos se les hizo un nudo en la garganta.

  -No, señor -contestó el joven sin dudar. Sólo su padre supo detectar algo oculto en su expresión: rigidez, disciplina. Mentía siguiendo órdenes de alguien más. 

  -Usted no está autorizado para entrar en este Ministerio -interrumpió Ernesto, mirando escrutadoramente a ambos Alonsos mientras intentaba atar cabos.

  -Según maese Gil, no hay otra opción -el joven entregó la misiva lacrada al subsecretario, cuya expresión se suavizó al abrirla y reconocer la firma de Gil Pérez-. Traigo noticias muy graves. 

  -¿Cómo de graves? -inquirió Ernesto, con tono duro y frío.

  El subsecretario Salvador leyó el mensaje y lo resumió en dos terribles palabras:

   -Francis Drake.
   
* * * * * * * * * *


(Galeón de Gil Pérez, 1589)



  -Si pensabais que os iba a resultar fácil tomar un navío español, Sir Drake, es que sois aún más necio e inculto de lo que ya me imaginaba que seríais -sonrió Gil Pérez, hablando en perfecto inglés. 

  El funcionario español se encontraba en su camarote, junto con Francis Drake. No había nadie más allí, pero fuera aguardaban dos marineros ingleses vigilando la puerta. Y ni los marinos ni Drake estaban precisamente de buen humor. 

  La batalla no les había resultado tan fácil, tan, como decía Drake “un simple paseo”. De los cien ingleses que les habían abordado, sólo quedaban treinta en pie; en cambio, de los setenta españoles que había a bordo del barco, veinte habían sobrevivido, y sólo habían sido desarmados por la intervención de un segundo navío del almirante Drake. 

  Aun así, los ingleses estaban nerviosos. No eran tantos, ni los españoles tan pocos, como para asegurarse el control del galeón. Drake temía que decidieran volver a luchar, así que había ordenado que las armas españolas fueran confiscadas o tiradas por la borda. 

  -Mantened la lengua bajo control, español, u os la cortaré –amenazó el pirata-. Y ahora me daréis lo que busco. 

  -Esta nave no pertenece a la flota de Indias, Sir Drake –respondió Gil Pérez. Se haría el tonto, y de su boca no saldría ni una sola palabra sobre puertas del Tiempo-. No transporta oro ni riquezas. 

  -No es eso lo que estoy buscando –dijo Drake, frunciendo el ceño-. Y sé que conocéis de sobra el secreto que oculta este barco. ¿Creéis que no lo sabemos? Quiero la puerta del Tiempo, y la quiero ahora. 

  -¿La qué? Me temo que no sé de lo que habláis  -Gil Pérez empezó a juguetear con sus dedos, sin perder su exquisita cortesía, fingiendo no tener ni idea. 

  Drake dio un pisotón en el suelo, avanzó con furia y agarró al viejo funcionario por la casaca:

  -Entonces, vamos a refrescarte la memoria, ¿eh? -estaba empezando a perder los estribos, a la par que los modales: comenzaba a aflorar su verdadero temperamento de rufián.

  Lo arrastró hacia el armario del rincón. Una sombra cruzó la cara de Gil Pérez: la puerta aún funcionaba, y sólo había una cosa que podía inutilizarla. Tenía que jugar con el orgullo de Drake.

  -Me temo que te apresuras demasiado. ¿Tan nervioso estás? ¿Temes algo? –dijo el anciano, pasando a tutearle con descaro y moviendo un dedo como quien reprende a un adolescente-. No me extraña: todavía no has logrado doblegarnos. Este barco no es tuyo aún.

  -Además de viejo, tonto –escupió el pirata-. ¿No te das cuenta de que os hemos vencido?

  -Sí, dices eso, pero yo no veo que haya ninguna bandera inglesa en el mástil de mi nave. La Cruz de Borgoña sigue allí, y eso significa que este galeón es español. ¿En la zona del pabellón todavía resistimos? Aún no has logrado tomar todo el barco, ¿verdad?

  Drake se paró en seco. El rostro de Gil Pérez era como una piedra, sin expresión, pero por dentro se estaba riendo de él. La cara de Drake enrojeció: el español tenía razón. Pero eso se podía arreglar de una forma muy sencilla. El corsario ordenó a los dos guardias que estaban fuera que quitasen la bandera española e izasen la Cruz de San Jorge en lo alto del mástil. Poco más tarde trajeron la enseña capturada a Drake, que la cogió y la cortó en dos con su espada. Los restos de la bandera española cayeron al suelo del camarote.

  -Ahí tienes tu pabellón, hecho pedazos; y ahora este barco pertenece a mi Reina –se ufanó Drake-. Ahora volvamos a lo que íbamos. Abre ese armario.

  -Supongo que no tengo otro remedio -aceptó Gil Pérez, dándole la espalda al almirante inglés y avanzando hacia el mueble. Tuvo que esforzarse para contener una carcajada de triunfo. 

  Las puertas sólo podían funcionar en suelo español. Si el territorio dejaba de pertenecer a la Corona española, la puerta se desactivaba inmediatamente, para impedir que sus enemigos la utilizasen. Y ahora aquel barco era inglés. 

  El anciano abrió la cerradura, y Drake lo apartó de un empujón para mirar en el interior. Se encontró con un armario normal, vacío, sin nada fuera de lo común.

  -¡¿Qué has hecho con la puerta?! –bramó el corsario, a pocos centímetros de la cara de Gil Pérez, quien se limitó a encogerse de hombros.

  -Ya te he dicho que no sé de lo que hablas, Drake. A lo mejor es que tu obsesión con España te ha trastocado el seso, ¿no?

  El pirata estaba rojo de ira, y cada vez sentía más ganas de retorcerle el cuello a aquel viejo zorro. Aquello no iba a quedar así.

* * * * * * * * * *

(Oficinas del Ministerio, 2015)

  Fuera del despacho, Angustias miró alternativamente a Amelia y al joven que decía llamarse igual que Alonso. Los demás hombres continuaban reunidos con el subsecretario.

  -¿Eso ha dicho Salvador?

  -Sí -Amelia parecía realmente angustiada; pero no por el motivo que suponía el joven que la acompañaba. A pesar de sus esfuerzos, no podía evitar alguna mirada furtiva hacia la puerta acristalada que acababa de cerrar.

  -¿Tan grave es? -insistió la secretaria. Fiel a su costumbre, se había retirado discretamente tras dar paso al desconocido, antes de llegar a escuchar el final del mensaje para Salvador.

   -Mucho -afirmó el joven Alonso.

  -Lo siento, pero lo único que puedo hacer es continuar intentándolo -suspiró Angustias, colgando el teléfono, contrariada-. Es difícil conseguir línea con Spínola estos días. Ya tiene bastante que hacer en Flandes -la funcionaria bajó la voz y miró a Amelia con complicidad-. Perdona, pero ¿quién es…?

  -Dudo que ella os pueda contestar -se sorprendió el joven-. Nunca la he visto.

  Amelia asintió, aliviada: había conocido al hijo de Alonso en Lisboa, pero en extrañas circunstancias. Raptado en un camarote, dormido, sin sentido. Él no había llegado a verla siquiera. El secreto, por ese lado, estaba a salvo. 

  Sin embargo, la joven estaba a punto de tomar una arriesgada decisión. Podía costarle muy, muy cara. Pero también podía salir bien…
   
* * * * * * * * * *

  El veterano Alonso de Entrerríos se preguntaba cómo había podido prepararle Gil Pérez una encerrona como aquélla. Preferiría que se lo hubiera tragado la tierra.

  -Piénsenlo bien -insistió el subsecretario-. Ahora que nos hemos librado de ese joven por un rato, tal vez quieran hablar más claro: ¿le conocen?

  -Lo siento, pero no -respondió Julián, agradeciendo que su compañero estuviera demasiado perplejo para tomar la palabra a tiempo. La mentira y las "medias verdades" no eran la especialidad de Entrerríos, siempre tan puntilloso con el honor y tonterías por el estilo.

  -Se llama igual que Alonso… -Ernesto comenzó a sopesar una posibilidad extraña- ¿podría ser usted de joven?

  -No, señor -contestó al fin el soldado-. Lo recordaría. Además, yo no era así.

  -¿Algún familiar suyo?

  -Demasiado joven para que él lo sepa, ¿no? -se adelantó nuevamente el enfermero, eligiendo cuidadosamente sus palabras-. Si viene de la época de Gil Pérez… ¿cuándo fue eso? La Invencible. Unos dieciocho años después de que desaparecieras de tu tiempo, ¿no, Alonso?

  -Se lo he preguntado a él, no a usted -cortó Ernesto secamente. No confiaba en Julián: durante la misión del Lazarillo en Salamanca ya había comprobado con qué aplomo era capaz de mentir. Su expresión se convirtió en la de un inquisidor-. ¿Ha vuelto a contactar con su familia desde que fue reclutado por nosotros?

  -Nunca supieron que continúo con vida -contestó Entrerríos, con tanta sinceridad como tristeza-. Estoy muerto para todos, sin excepción. Di mi palabra.

  Salvador cotejó la respuesta con los datos de la carta de maese Gil. Por más que lo intentaba, no estaba consiguiendo atraparles en ninguna contradicción.

  -Gil Pérez afirma que detectó al joven en la lista del galeón "San Juan", a causa de la coincidencia de nombres -leyó al fin-. Le puso a prueba y resultó ser digno de confianza. Pero lo que dice aquí tampoco puede confirmar ninguna relación entre ustedes. El muchacho afirma que su padre murió en combate, no ahorcado. 

  Julián se encogió de hombros, tan aliviado como su compañero de patrulla:

  -Entonces, todo aclarado, ¿no? 

  El subsecretario comprobó la edad que figuraba en la misiva. Por las fechas… 
  El corazón le dio un vuelco. Comenzaba a comprender la gravedad de lo que el Ministerio había hecho con Alonso. Con los dos Alonsos.

  -Eh… sí, Julián. Todo en orden -Salvador intentó ignorar las miradas acusadoras de Ernesto y Entrerríos-. Eso es. No parece haber ninguna relación.
   
  El sonido de unos nudillos en la puerta les interrumpió. El joven Alonso les abordó sin más ceremonias: 

  -Os recuerdo que hay problemas muy graves. Los ingleses están abordando un barco con una puerta del Tiempo y Spínola no contesta. ¿Han tomado ya vuesas mercedes alguna decisión? Con refuerzos o sin ellos, debo partir ya. No puedo esperar más.
   
  -Tenemos una patrulla disponible, si deciden aceptar la misión -replicó Salvador enigmáticamente-. Por cierto, la persona que debe tomar esa decisión ha estado todo el tiempo con usted.

  El hombre de confianza de Gil Pérez se volvió, siguiendo la mirada del subsecretario. Se quedó de piedra cuando vio, a su espalda, quién estaba al mando. ¿Una mujer...?

  -No me lo perdería por nada del mundo -sonrió temerariamente Amelia-. ¿En marcha, chicos?

  Julián y Alonso padre se levantaron como un solo hombre, encantados de volver a la normalidad. Les parecía un milagro no estar encaminándose al penal de Huesca.

   -¡A la orden!
(CONTINUARÁ...)





    

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