03 abril 2014

El Festival de los Cerezos/4

El ambiente en el pequeño puerto fluvial de Koyotei era el de todas las noches: licorerías caras con señoritas que buscaban compañía; licorerías baratas con señoronas igual de cariñosas aunque menos agraciadas; licorerías sin señoritas en las que se jugaba a las cartas y al go, donde se apostaba fuerte y en cuyas mesas se discutía de amor, muerte y trapicheos; fumaderos algo vacíos, e incluso un desvencijado local de espectáculos en los que se cantaban canciones picantes y se bebía, se fumaba y se manoseaba todo lo que se podía.

Preguntando por Goro, el pequeño grupo de Têru pronto oyó decir que le habían visto empinando el codo en "La Garza Gris", una de las licorerías más baratas y atestadas de la zona. Pese al gentío, no les costó ver lo que a todas luces debía ser él: estaba junto a la barra, era un hombre alto y gordo, muy viejo, de barba y bigotes blancos y desordenados y cabeza bastante calva. A su lado había un joven risueño que parecía darle conversación sin demasiado éxito. Era Roki: llevaba días sin aparecer por la zona desde que tuvo una pelea por una chica; el dueño de "La Garza" debía haberle perdonado ya, porque Têru vio como salía de detrás del mostrador e invitaba al redimido Roki a una copa, con aire muy amistoso.

El kitsune y alguno de sus amigotes fueron hacia la barra. Sería imprudente decir "directamente": la cantidad de gente que conseguía apretarse entre aquellas cuatro paredes dificultaba tener algo de espacio propio, y a veces incluso respirar. Cuando ya estaban hacia la mitad del local, Têru se dio cuenta de que por la puerta que habían dejado atrás entraban dos individuos malcarados: gorotsukis. No eran del pueblo, y empezaron a interrogar brevemente a los que se encontraban, que bien se encogían de hombros o señalaban hacia la barra.

Oliendo problemas (se había metido ya en demasiados como para no considerarlo un aroma familiar), Têru les dijo a sus compañeros que él se encargaría de conseguir algunos tragos, y que esperasen mejo fuera, en el muelle. De camino a la barra, fue haciendo gestos a una de las camareras para llamar su atención. Enseguida consiguió dos botellitas de licor de melón, y con ellas se aproximó a los dos gorotsukis, interponiéndose justo antes de que alcanzaran a Roki y el anciano alto que debía ser Goro.

Têru se mostró encantador, como sabía serlo cuando le interesaba. Casi convenció a los dos tipejos de olvidar por un momento lo que fuera que habían ido a hacer allí y disfrutar de aquel licorcito.
- No se va a mover de ahí -le dijo uno al otro.

Roki percibió entonces la presencia de Teru y aquellos dos hombres, y captando rápidamente la situación se apuntó a la fiesta con un brindis, distrayéndoles del todo.
- Se les nota preocupados, amables caballeros -dijo Têru.
- Goro nos debe dinero.
- Se lo debe a nuestro jefe, así que es nuestro problema -dijo el otro. Parecía que necesitaban dos cabezas para acabar de concebir una sola frase. Têru creía que sólo a ciertas especies raras de gigantes les ocurría aquello.
- Llevamos meses siguiéndole la pista.
- Es escurridizo.
- Bueno -interrumpió Roki-, no será tanto dinero. ¿De cuánto estamos hablando, señores?
- Setecientas cincuenta y tres.
- De oro.
Roki abrió mucho los ojos:
- ¡Uf! -se encogió de hombros, señalando con la cabeza al viejo y su ropa cochambrosa-. Dudo que las lleve.
- Nuestro jefe también nos dijo que hacer en ese caso -dijo el uno al otro con una sonrisa simple, aviesa y brutal.

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