12 marzo 2014

El Festival de los Cerezos/1

Apenas despertaba la primavera y los cerezos pronto estarían en flor. Su hermana contaba en las cartas que Koyotei estaba preciosa en aquel momento del año, y que la fiesta que lo celebra sería el momento ideal para que su querido hermano mayor acudiera a visitarla.

Lo que sí sabía con certeza es que cada día le calaba ya un poco menos el frío invernal, y para los errantes como él aquello era siempre una buena noticia. Las últimas semanas había estado bordeando el Gran Bosque por la costa oriental de Minkai; buenos pescadores y aún mejor pescado. Atravesando viejas sendas olvidadas por entre los prados que se dirigían hacia la sierra que divide el país en dos mitades, llego finalmente hasta un camino menos perdido, aunque aparentemente igual de poco transitado. De repente, tras un recodo marcado por un discreto promontorio, el errante distinguió la figura de otro viajero solitario, un tipo delgado de porte noble, cubierto de abundante pelo dorado por todo el cuerpo, que aprestaba el paso con un bastón de camino. Nunca había visto criatura igual, y no acabando de decidir si era un ser humano o un kami, decidió hablar con él.

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Koyotei quedaba cada vez más atras: el primer día le rodearon los campos de trigo. El segundo, de cebada, y por la noche una tormenta que durante cuatro horas le caló los huesos. Al tercero, Ikari ya andaba por una pradera salvaje y larga, rodeado el camino de hierba alta y sin más límites que los del horizonte, despejado de nubes por una brisa suave

Era la mañana del cuarto cuando, tras un recodo de cañas y un discreto promontorio, vió aparecer en sentido contrario la figura de un joven monje, por la vestimenta, de cabellos llamativamente largos bajo una jingasa cónica de bambú, que se apoyaba en una especie de tridente u horca de acero. Tras un momento de duda, se acerco jovialmente hacia él:
- ¡Buenos días, viajero! Bienaventurado nuestro encuentro. Me llamo Shinji Ikari, y si bien parece que nuestros caminos se cruzan, estaria encantado de hacer una pausa y compartir mis raciones para escuchar alguna buena historia de tierras lejanas. Si no estoy equivocado os dirigis a Koyotei, o al menos pasareis por alli, y aquella es mi residencia, asi pues... puedo ofreceros tambien alguna historia de vuestro interes. ¿Deseais compartir pan, queso e historias con este viajero?
- Compartiré con gusto tales cosas con vos -le contestó el joven monje. Su rostro, en principio distante y desconfiado, se hallaba ahora relajado.

El errante buscó con la mirada algún lugar de la pradera apropiado para hacer un descanso y tras cederle gentilmente el sitio más cómodo a aquel extraño hombre que parecía un simio, empezó a desempaquerar sus pocas pertenencias, nunca demasiado lejos de su tridente. Parecía agradecido de haber encontrado alguien con compartir su viaje, por muy breve que fuera el momento, pero también un tanto reacio a responder con su propio nombre. Tras unos pocos bocados en silencio y con una mirada vigilante, se atrevió a hablar:
- Mi nombre es Kousei, y viajo hacia Koyotei para asistir al Festival de los Cerezos -frunció por un instante el ceño como si hubiera recordado algo que le preocupara, pero enseguida su rostro volvió a relajarse-. Allí espero reunirme con mi querida hermana pequeña. ¿Qué puedes contarme de la aldea?
- Koyotei es un aldea alegre y activa, donde la prosperidad se va abriendo paso. Son pocos los necesitados que moran en Koyotei. Por lo general, los habitantes son gentes de bien y respetan las leyes. Yo hace ya tres años que habito en la villa y realmente he encontrado un hogar en ella -y ciertamente, Ikari hablaba de su pueblo como de un hogar muy querido, dispuesto a cantar sus virtudes, pero no con la pasión que uno dedica a su verdadera tierra natal.
Retomando el hilo de sus propios pensamientos, Ikari continuó:
- Precisamente voy de camino para ver a la venerable Wakahisa, ella es la curandera y espiritista de Koyotei. Su morada se encuentra a un dia de viaje o menos si mis cálculos no son erroneos.
- ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Kousei.
- Me gustaria discutir con ella ciertos temas privados, mas no me demoraré mucho. Baba Wakahisa es una de las figuras principales en el Festival de los Cerezos y seguramente aceptará gustosa un poco de compañia hasta la villa. Al menos eso espero. Si tenéis tiempo... si un dia más en vuestro camino no os supone un problema... Estaré agradecido que nos acompañéis: no me cabe duda, por como cogéis esa horca, que habéis pisado unos cuantos dojos y que vuestra destreza marcial no es la de un principiante. No es que haya demasiados peligros en esta región, más al norte, quizás; pero viajar en compañia siempre es mejor... y sin duda mas entretenido.
- Las compañías que el destino pone en nuestro camino deben ser aprovechadas para aprender de ellas -dijo el monje con una sabiduría que traicionaba la juventud de sus años.
Tras su furgal almuerzo, Ikari y Kousei encararon el camino hacia el Este. El sol brillaba en aquella mañana primaveral, y las nubes altas se desplazaban con la agradable y suave brisa que soplaba desde el sur. No tardaron mucho en ver el bosque al fondo del camino. Desde la llanura resultaba imposible calcular su extensión: al menos se veía un par de millas de denso arbolado en cada dirección de la senda. Allí mismo el camino se bifurcaba en tres: uno se adentraba en el bosque y otros dos tomaban el norte y el sur para rodearlo.. La senda que se internaba en la foresta estaba rodeada de pinos y bambús, apenas contenidos por una valla hecha de estos últimos que trataba de frenar su avance. El ambiente quedaba tamizado por un verde luminoso que lo invadía todo.

A derecha de la entrada de aquel bosque había un cartel de madera clavado en la tierra. De él colgaban cuentas, guirnaldas de flores y una rata disecada atravesada por la cola. En el cartel decía, escuetamente: "Bosque de bruja".

A la izquierda, el viajero se encontraba con algo más familiar: una estatua de piedra bastante gastada por los elementos, con líquenes en la parte de atrás. Representaba a de un monje gordo y sonriente que llevaba un cuenco entre las manos; estaba sentado sobre una piedra redonda, y tenía un pie dentro y otro fuera de los límites del bosque. En el cuenco había dos puñados de arroz, uno de trigo y otro de higos secos.El monje metio mano en su pequeño zurrón y sacó algunas frutas igualmente secas. Las dejó en el cuenco de piedra, junto las manos y saludó respetuosamente a aquel santo de piedra. Hecho esto cedió el paso a su compañero.
- ¿Sabes si este bosque es peligroso? -preguntó con curiosidad, más que aprensión-. Nunca antes tuve ocasión de cruzarlo.
Ikari se encogió de hombros, y aunque él sí parecía más receloso de aquella espesura, cruzó el límite que lo separaba de la pradera y ambos se adentraron en él.
Para pasar el rato mientras caminaban por la espesura, Kousei quiso saber más sobre la fiesta que se preparaba en Koyotei: El festival comenzaría dentro de 7 dias, si las previsiones de los ancianos eran correctas, ya que su arranque oficial se demoraba hasta el día en que florecían los cerezos. Incluiría una feria, actuaciones, competiciones diversas y mucha fiesta durante 10 dias, aunque solo los dos primeros eran el Festival en sí. Uno de sus momentos más esperados era cuando aquellos jóvenes cuyos maestros considerasen preparados se presentaran a evaluar sus respectivas artes, oficios y disciplinas para tratar de conseguir la aprobación imperial y hacerse con el Primer Grado de Maestría.
Sin duda la vida triunfa por doquier en aquel bosque. Pajaros, plantas y otras cosas pasaban justo fuera de su campo visual. Todo parecía en silencio, pero era un silencio engañoso, al acecho. El camino seguía y seguía adelante, hasta que llegaron a un pequeño claro en el que se alzaba una cabaña de bambú con el techo de paja. Además del que traían, otros cuatro caminos partían de aquel claro, ahora ya sin guías que mantuvieran la maleza o a los habitantes del bosque a raya. Ikari se adelantó unos pasos y pidió respetuosamente permiso para entrar en aquel claro.

Tras unos momentos de duda, apareció en la puerta de la cabaña una mujer vieja y arrugada, con una melena blanca que le caía desordenadamente por los hombros. Vestía con ropajes negros con puños blancos, como algunos sen. Por entre sus piernas correteaba una criatura muy curiosa, a medio camino entre un pollo y un lagarto, que torcía la cabeza para mirar a los recién llegados con ojos curiosos y extrañamente inteligentes. Si en aquel bosque habia una mujer que mereciera el calificativo de "bruja", era ella.

Wakahisa sonreía irónicamente cuando salió, pero en seguida se le borró de los finos labios.
- Vaya, así que no eres tú -dijo seca. Y añadió con ojos suspicaces-. ¿Qué has venido a buscar aquí, muchacho celestial?

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